Islandia medieval: cómo funcionó una sociedad sin Estado durante tres siglos
Orden privado, derecho consuetudinario y los límites reales de la descentralización del poder
Publiqué un artículo sobre como la Irlanda gaélica Precristiana sobrevivió más de mil años sin Estado, pero claro, ese no es el único caso.
La Islandia medieval ofrece otro ejemplo histórico fascinante de orden privado, quizás incluso más puro que el irlandés porque los islandeses desarrollaron su sistema desde cero cuando colonizaron la isla en el siglo IX.1 Los colonizadores noruegos que llegaron a Islandia venían huyendo precisamente de la consolidación del poder real en Noruega. No querían un rey; querían libertad. Por tanto, diseñaron deliberadamente un sistema sin ejecutivo centralizado.
El corazón institucional del sistema islandés era el Althing, la asamblea anual de hombres libres que se reunía en verano. El Althing funcionaba como órgano legislativo y judicial, pero carecía de poder ejecutivo. Podía declarar qué era el derecho, podía emitir sentencias en disputas, pero no podía forzar a nadie a cumplirlas. La ejecución quedaba en manos de las partes privadas.
La estructura básica de poder político (término que requiere calificación importante porque el «poder» era muy limitado) consistía en chieftaincies llamadas goðorð. Cada goðorð era esencialmente una asociación de personas que reconocían a un jefe (goði) como su representante en el Althing y como su protector legal. Pero la relación era voluntaria: cualquier individuo podía cambiar de goðorð si no estaba satisfecho con su goði. Esta capacidad de «votar con los pies» limitaba severamente cualquier tendencia al abuso por parte de los jefes.
Los goðorð mismos eran propiedad privada. Podían comprarse, venderse, dividirse, heredarse. Esto puede sonar extraño a oídos modernos, pero tiene lógica: si el goðorð es propiedad privada, el goði tiene incentivos para cuidar su valor, lo que significa mantener satisfechos a sus þingmenn (seguidores). Un goði que abusara de sus seguidores los perdería, y el goðorð valdría menos. Un goði que resolviera disputas justamente, que proveyera buena protección, que mantuviera buena reputación, atraería más seguidores, y su goðorð valdría más.
Cuando surgían disputas que requerían resolución judicial, las partes las presentaban al Althing. Había múltiples niveles de cortes: cortes locales para disputas menores, cortes de cuarto para regiones, una corte superior para casos complejos o apelaciones. Todos estos tribunales estaban compuestos por individuos nombrados por los goðar o elegidos por los litigantes. No había jueces profesionales permanentes; los que juzgaban en un caso podían ser litigantes en otro.
El proceso judicial culminaba en una sentencia que determinaba quién tenía razón y qué compensación se debía. Pero ejecutar la sentencia era responsabilidad del vencedor. Si el perdedor se negaba a pagar, el vencedor tenía derecho a ejecutar forzosamente, apoderándose de bienes o incluso matando al deudor si se resistía. Este derecho de ejecución forzosa podía transferirse: el vencedor podía vender su derecho a otra persona más capaz de hacerlo efectivo. Esto creó un mercado de derechos de ejecución donde los que tenían más poder efectivo compraban derechos de víctimas menos capaces de hacer cumplir las sentencias.
La sanción última contra quien se negara sistemáticamente a participar en el sistema legal o a cumplir sentencias era la proscripción (útlagr, literalmente «fuera de la ley»). El proscrito perdía todos los derechos; cualquiera podía matarlo impunemente, cualquiera podía tomar sus propiedades. Esta amenaza extrema creaba incentivos para resolver disputas dentro del sistema legal.
El sistema islandés funcionó con notable éxito durante más de trescientos años, desde aproximadamente el año 930 hasta 1262. Durante este período, Islandia no tuvo rey, no tuvo ejecutivo centralizado, no tuvo ejército permanente, no tuvo policía, no tuvo impuestos obligatorios. Y, sin embargo, no fue una sociedad caótica ni violenta. Los islandeses produjeron las sagas, obras literarias extraordinarias que documentan su sociedad en detalle. Mantuvieron relaciones comerciales con otros países. Desarrollaron una cultura sofisticada y un sistema legal complejo.
El colapso del sistema islandés en el siglo XIII es instructivo, pero no de la manera que imaginan. El sistema no colapsó por violencia interna generalizada ni por incapacidad de mantener orden. Colapsó porque se concentró demasiado el poder. Durante el siglo XIII, unos pocos goðar poderosos compraron o consolidaron múltiples goðorð, creando posiciones de poder sin precedentes. Estos pocos jefes poderosos comenzaron a combatir entre sí por supremacía. Eventualmente, el rey de Noruega intervino, aprovechando las divisiones, y ofreció paz a cambio de sumisión. Los islandeses, cansados de las guerras entre jefes, aceptaron.
La lección no es que el orden privado sea inviable, sino que requiere genuina descentralización del poder. Cuando el poder se concentra demasiado, incluso en un sistema inicialmente descentralizado, surgen problemas análogos a los del Estado. Los islandeses originales entendieron esto; por eso hicieron los goðorð transferibles y divisibles, por eso permitieron a cada individuo cambiar de goði. Pero no anticiparon suficientemente los peligros de la concentración del poder mediante compra de múltiples goðorð por individuos ambiciosos.
Esta concentración de poder en la Islandia del siglo XIII no fue inevitable ni refleja una tendencia inherente de los órdenes privados hacia la centralización. Fue consecuencia de condiciones muy específicas que violaron principios fundamentales del orden voluntario.
Primero, la geografía islandesa: una isla aislada donde eventualmente se agotaron las tierras disponibles. Durante los primeros dos siglos, cuando un goði abusaba de sus seguidores, estos simplemente colonizaban tierras vírgenes. Esta competencia territorial mantuvo el poder disperso. Cuando se agotó la frontera, desapareció este freno natural. Pero esto no es argumento contra el orden privado; es argumento a favor de la libre migración y contra las fronteras cerradas. En un mundo sin Estados que monopolicen territorios, la movilidad siempre existiría como límite al poder.
Segundo, y más importante: la concentración ocurrió porque el sistema islandés ya no era plenamente voluntario. Los goðar que acumularon poder no lo hicieron simplemente ofreciendo mejores servicios y atrayendo más clientes. Lo hicieron mediante alianzas con el rey de Noruega, quien prometió respaldo militar a cambio de eventual sumisión. Es decir, recurrieron a poder estatal externo. La degeneración del sistema islandés comenzó precisamente cuando algunos goðar abandonaron la competencia pacífica por servicios y buscaron ventajas coercitivas mediante alianzas con el monopolio político noruego.
Tercero, la acumulación de múltiples goðorð por individuos ricos no habría sido problemática si la relación entre goði y seguidor hubiera permanecido genuinamente voluntaria. Si los þingmenn podían realmente cambiar de goði cuando quisieran, ningún jefe podía abusar impunemente sin perder clientes. El problema surgió cuando algunos goðar, respaldados por la amenaza de intervención noruega, pudieron retener seguidores mediante intimidación en lugar de servicio.
La lección no es que necesitamos diseñar mecanismos institucionales contra la concentración de poder. Esa mentalidad constructivista es precisamente lo que yo critico: la pretensión de que podemos planificar el orden social. La lección es mucho más simple: el orden privado funciona mientras permanezca genuinamente privado, mientras la entrada al mercado permanezca libre, mientras ningún actor pueda recurrir a ventajas coercitivas. El sistema islandés colapsó cuando violó estos principios, cuando algunos actores buscaron poder político en lugar de éxito comercial.
David D. Friedman, «Private Creation and Enforcement of Law: A Historical Case», Journal of Legal Studies, Vol. 8, No. 2 (1979). Friedman analiza el sistema legal islandés medieval como ejemplo histórico de derecho privado.




