El nacimiento del primer gobierno patrio: libertad en estado embrionario
El 25 de mayo de 1810 no fue un acto nacionalista, sino el despertar embrionario de la libertad individual y la secesión institucional frente al poder ilegítimo.
En el análisis histórico de los grandes procesos de emancipación política y civilizatoria, no podemos soslayar el hito mayúsculo que representa el 25 de mayo de 1810 en la historia del Río de la Plata. Aquel día no fue meramente el cambio de un virrey por una junta, ni un simple relevo administrativo dentro del aparato imperial español; fue, más bien, el primer acto consciente —aunque todavía embrionario— de una sociedad que empezaba a liberarse de las cadenas del poder coactivo centralizado y buscaba reinstaurar el orden natural de la libertad individual, la propiedad privada y la cooperación social espontánea.
En mi interpretación, profundamente influida por la teoría de la acción humana y el análisis praxeológico del derecho, lo que ocurrió en Buenos Aires en 1810 fue un fenómeno de secesión institucional no planificada, guiada por una élite criolla que, con sus luces y sombras, decidió romper con la ilegitimidad del poder virreinal a la luz de la crisis dinástica en España. Fue una revolución profundamente racionalista, enraizada en la tradición liberal hispánica del Fuero Juzgo, las Partidas y la escuela escolástica tardía, y no —como insisten los historiadores estatistas— una simple rebelión nacionalista.
La autodeterminación como principio rector
Si algo dejó claro el proceso revolucionario de mayo fue que la autoridad política legítima solo puede emanar del consentimiento de los gobernados, principio profundamente arraigado en la tradición del derecho natural clásico, y defendido por autores como Suárez, Mariana o Vitoria, padres ideológicos —aunque hoy injustamente olvidados— del pensamiento político libre en lengua española. De hecho, el Cabildo Abierto del 22 de mayo, al que asistieron comerciantes, abogados, sacerdotes y militares, fue un ejemplo de poliarquía deliberativa en su estado más puro: sin imposiciones externas, sin coacción violenta, sin planificación central.
Lo que allí se manifestó fue una clara voluntad de recuperar la soberanía usurpada por una metrópoli debilitada, y devolverla a los pueblos de estas tierras. El virrey Cisneros fue depuesto no por capricho o impulso revolucionario, sino porque ya no representaba ninguna autoridad moral ni jurídica para los criollos ilustrados que anhelaban constituir nuevas formas de gobierno más acordes a la razón, al derecho y a la libertad.
Primeros pasos hacia un orden espontáneo
Muchos economistas e historiadores cometen el error de analizar el surgimiento del primer gobierno patrio con una mirada teleológica, como si aquel acto hubiese sido la génesis inevitable del Estado argentino tal como hoy lo conocemos. Nada más alejado de la realidad. Lo que nace el 25 de mayo es una estructura de poder mínima, profundamente frágil, sometida a múltiples tensiones internas, y que no buscaba —en su inicio— centralizar el poder, sino simplemente gestionar la emergencia institucional abierta por la caída de la soberanía imperial.
En ese sentido, yo lo interpreto como un caso de orden espontáneo institucional, donde distintas voluntades actuaron conforme a incentivos y reglas consuetudinarias, sin que existiera un plan director ni un poder omnímodo que organizara el proceso. Fue el inicio, aún inconcluso, de un camino hacia una sociedad libre, que más tarde sería cooptado por caudillos y burócratas estatistas que entendieron la revolución como una oportunidad para instaurar nuevas formas de dominación.
Una revolución liberal, no nacionalista
Es importante destacar que la Revolución de Mayo no fue nacionalista ni populista. Fue liberal, en el más noble y riguroso sentido del término. Fue hija de la ilustración hispánica, del contractualismo escolástico, de la tradición municipalista de Castilla. No fue una rebelión de masas manipuladas, sino una declaración de principios llevada a cabo por hombres conscientes de su responsabilidad histórica y de su misión civilizadora.
El liberalismo clásico, reconoce que la libertad no se decreta desde arriba, sino que se construye desde abajo, respetando la propiedad, el comercio libre, la autonomía local y la pluralidad de órdenes jurídicos. Y eso, precisamente, fue lo que comenzaron a vislumbrar en 1810 los hombres de Mayo: un orden de cooperación libre y voluntaria entre individuos, municipios y regiones, sin necesidad de un Leviatán centralizado que imponga su voluntad desde Buenos Aires o desde Madrid.
Una chispa que aún espera hacerse llama
El 25 de mayo, entonces, no es una fecha cerrada, muerta o meramente ceremonial. Es una chispa viva de libertad, una señal luminosa de lo que podría haber sido una verdadera sociedad libre en Hispanoamérica si los principios fundacionales no hubiesen sido traicionados por generaciones posteriores de constructores de Estados y burócratas de gabinete.
Hoy, más de dos siglos después, la Revolución de Mayo nos interpela, no como una celebración folklórica, sino como un llamado urgente a restaurar la tradición liberal que dio origen a nuestra primera expresión de gobierno propio. Un llamado a descentralizar, a abolir privilegios, a restaurar el derecho natural y a reconstruir una sociedad civil vibrante, próspera y libre de los tentáculos asfixiantes del estatismo.
Y en ese camino, el pensamiento liberal clásico —y más aún, el austriaco— tiene mucho que aportar. Como decía Mises, “La libertad no fue dada al hombre como un regalo divino. Es un ideal que debe conquistarse y defenderse constantemente”. El 25 de mayo fue, precisamente, uno de esos primeros actos de conquista.