Lecciones de Economía por Jesus Huerta de Soto
De la razón humilde al orden espontáneo: reconstruyendo la ciencia económica.
Estas son notas que tomé del curso de economía del profesor Jesús Huerta de Soto.
Cómo funciona el dinero
Para comprender el origen del dinero, primero hay que entender el problema que resuelve: el trueque. En una economía sin dinero, las personas deben intercambiar bienes directamente. Esto crea una enorme fricción. Supongamos que alguien quiere carne, pero solo tiene pan. Y el carnicero no quiere pan, sino zapatos. El intercambio no se concreta. Así nace el problema de la “doble coincidencia de necesidades”.
El dinero aparece como solución. Pero no como algo impuesto. Surge de manera espontánea. En el mercado, algunas mercancías comienzan a ser más demandadas. No por su valor de uso, sino porque se pueden intercambiar con facilidad. Oro, plata, sal, cacao. Se convierten en medios de intercambio indirecto.
A esto se le llama proceso de monetización. Un bien pasa de ser una mercancía cualquiera a convertirse en dinero. El mercado elige qué mercancía cumple mejor esa función. Las que son divisibles, portables, duraderas y escasas tienden a imponerse. Así se establece el patrón monetario.
El dinero, entonces, no nace por decreto. No se crea por ley ni se impone por la fuerza. Es un fenómeno de mercado. Es una institución espontánea. La gente lo elige porque facilita el intercambio, resuelve problemas de coordinación y reduce los costos de transacción.
Al establecerse el dinero, se puede ahorrar. Y con el ahorro, aparece la inversión. Se acumula capital. Se amplía el horizonte temporal. El crecimiento económico depende de eso: del ahorro y la inversión productiva. El dinero, entonces, no solo es un medio de cambio. También es reserva de valor y unidad de cuenta.
Pero para que el dinero cumpla su función, debe tener poder adquisitivo estable. Si su valor se deteriora, ya no sirve para ahorrar. Ni para calcular precios. Esto ocurre cuando se introduce dinero fiduciario. Un dinero sin respaldo en bienes reales. Emitido por bancos centrales, controlado por el Estado, inflacionario por naturaleza.
El dinero fiduciario rompe con el orden natural del mercado. No surge espontáneamente. Se impone desde arriba. Y habilita el ciclo del gasto público, el endeudamiento, la inflación y la destrucción del poder adquisitivo.
El sistema actual está basado en este modelo. Los bancos centrales crean dinero de la nada. Los bancos comerciales multiplican ese dinero mediante el crédito. Y así se distorsiona todo el proceso económico. Aparecen burbujas, recesiones, ciclos artificiales. Porque el dinero deja de ser un reflejo del valor real.
Entender el dinero es entender el núcleo del sistema económico. No es solo un medio para comprar cosas. Es una institución que organiza el intercambio, coordina decisiones intertemporales y permite la civilización.
Cuando el dinero es sano, hay ahorro, inversión y progreso. Cuando el dinero está manipulado, hay inflación, descoordinación y empobrecimiento.
La sorpresa como motor del mercado
En el corazón de la acción humana late una fuerza invisible: el tiempo. Pero no cualquier tiempo. En economía, el tiempo no es una sucesión de segundos, minutos u horas medidos por relojes. Es una experiencia subjetiva. Es el tiempo tal como lo vive el actor, el individuo que toma decisiones. Es la expectativa, la espera, la incertidumbre.
El sol puede salir todos los días a la misma hora, casi con precisión de laboratorio. Pero eso no significa que sepamos qué va a pasar mañana. Porque el mañana no está escrito. No puede calcularse con fórmulas. Y eso lo cambia todo.
Riesgo vs. incertidumbre: el error de los promedios
En las ciencias naturales, el riesgo es un concepto manejable. Se puede medir. Se puede calcular. Se puede asegurar. Con suficiente información, podemos saber cuántas veces una moneda caerá en cara o cruz. Podemos usar el teorema de Bayes para predecir eventos. Esa es la lógica de la física, de la estadística, del laboratorio.
Pero el mundo de la acción humana es otra cosa. Acá no hay eventos repetibles. Cada decisión es única. Cada contexto es irrepetible. Lo que ocurre depende de cómo actúan las personas involucradas. Y eso lo transforma en incertidumbre.
La incertidumbre no se puede asegurar. No hay clase estadística que la contenga. No se puede promediar, porque no hay repetición. Es un salto al vacío con una red que uno mismo tiene que tejer mientras cae.
La capacidad empresarial que impulsa al mercado
Frente a esta incertidumbre radical, el ser humano tiene una herramienta única: su capacidad empresarial. No en el sentido burocrático o administrativo, sino en el sentido profundo: la facultad de descubrir oportunidades que antes no existían. Ver lo que otros no ven. Crear donde no había nada.
Este descubrimiento puede no implicar ningún costo inicial. Es una intuición. Una chispa. Un “¡Eureka!” interior. Esa es la esencia del beneficio empresarial puro: ver antes que los demás y actuar en consecuencia.
Pero esta creación no es sistemática. Es espontánea. Sorpresiva. Cambia el mapa mental del individuo y, muchas veces, del mercado entero. Cada nuevo descubrimiento altera nuestras creencias, nuestras expectativas, nuestras decisiones. Y esa alteración no sigue un patrón. Es radical. No convergente. No hay forma de predecir cuál será la próxima sorpresa.
El arte de encontrar lo que no se busca
Acá entra un concepto fascinante: la serendipity. Es la capacidad de encontrar valor en lo inesperado. No es simplemente tener suerte. Es estar atento. Es saber ver el diamante en el barro. Es cambiar el rumbo de acción al encontrar algo que ni siquiera se estaba buscando.
Muchos de los descubrimientos más importantes de la humanidad ocurrieron así. Un científico buscando una cosa, encuentra otra. Un navegante creyendo haber llegado a las Indias, descubre un continente entero. La historia está repleta de estos momentos. No planificados. No diseñados. Pero sí decisivos.
Esta es la función empresarial en su forma más pura. Y también es la que mejor explica por qué el futuro es, y debe ser, impredecible.
El tiempo que importa no tiene subíndices
La economía dominante muchas veces pretende incorporar el tiempo en sus modelos mediante subíndices: t1, t2, t3. Pero eso no dice nada. No captura el tiempo vivido. El tiempo real. El tiempo en el que un emprendedor decide, duda, se lanza o fracasa.
El tiempo que importa es el tiempo creativo. Aquel en el que una idea se transforma en acción. Ese es el tiempo que debería ocupar el centro de la teoría económica.
El coste como renuncia subjetiva
Toda acción implica una elección. Y cada elección implica una renuncia. Eso que dejamos de hacer, de tener, de alcanzar, es el coste.
Pero no se trata de un número objetivo. El coste es subjetivo. Es el valor que le damos a lo que decidimos no hacer. Y como los fines que perseguimos no están dados, tampoco lo están los costes. Ambos cambian constantemente, porque nuestra creatividad los redefine a cada paso.
Por eso, cualquier función de costes que se pretenda objetiva es falsa. No hay forma de encerrar en una fórmula algo que está en permanente transformación. Porque los fines y sus valoraciones cambian con cada nueva información, con cada nuevo descubrimiento, con cada nuevo acto de creación.
La función empresarial: el motor oculto que hace posible la economía
En el corazón de la economía no hay ecuaciones, ni gráficos, ni algoritmos. Lo que hay es una capacidad humana, profundamente creativa, que nos distingue del resto de los seres vivos: la función empresarial.
Esa función es la chispa que da vida a todo el proceso económico. No se trata simplemente de tener un negocio o de arriesgar capital. Va mucho más allá. Es una capacidad innata que todos los seres humanos compartimos: la de darnos cuenta de oportunidades de ganancia que surgen a nuestro alrededor y actuar en consecuencia para aprovecharlas.
A esto se lo conoce como capacidad de estar alerta, o en términos más precisos, como perspicacia empresarial.
Perspicacia y creación: lo que nos hace humanos
La función empresarial no es algo que se pueda enseñar en una pizarra. No se reduce a una fórmula. Es una capacidad creativa. Una forma de ver el mundo, de interpretar señales, de anticiparse al cambio. Es la diferencia fundamental entre el ser humano y el animal.
Mientras que los animales repiten patrones inmutables desde hace decenas de miles de años, el ser humano tiene la capacidad de crear. Y en ese acto de creación se esconde el germen del progreso económico.
Los empresarios no son simplemente quienes abren negocios. Son los que descubren nueva información. Los que perciben antes que nadie qué necesita el mercado. Los que, sin tener certeza del futuro, toman decisiones con coraje. Son especuladores en el mejor sentido de la palabra.
El origen de la palabra "especulador"
En el lenguaje popular, “especulador” suele tener una connotación negativa. Se asocia con acaparadores, con personas que “juegan” con los precios. Pero esa visión es errónea y peligrosa.
La palabra especulador viene del latín specula, que designa las torres de vigilancia. Desde allí, los vigías estaban atentos al horizonte. Esperaban la llegada de piratas o barcos desconocidos. Estaban alerta.
El empresario, en su versión más pura, cumple la misma función. Observa el entorno, detecta señales débiles, conecta puntos dispersos, y actúa antes que los demás. Ya sea para lanzar un producto, mejorar un servicio o descubrir una nueva forma de resolver un problema.
El puente entre lo subjetivo y lo cuantificable
El ser humano valora las cosas de forma subjetiva. Preferimos unas cosas a otras. Esta valoración es ordinal, es decir, podemos decir que A nos gusta más que B, pero no cuánto más.
Sin embargo, para que exista economía, necesitamos un sistema que convierta esas preferencias subjetivas en cálculos objetivos. Ese sistema se llama mercado. Y su herramienta esencial es el precio.
Cuando dos personas intercambian libremente bienes, fijan un precio. Ese precio refleja, en ese momento y lugar, la valoración relativa que ambos hacen de los bienes intercambiados. Es una cifra histórica, pero poderosa, porque permite hacer cálculo económico.
Este cálculo —qué conviene producir, cuánto, dónde, y con qué insumos— sólo es posible si existe libre intercambio y precios de mercado. Sin eso, el sistema colapsa. Por eso, el socialismo, al suprimir los precios de mercado, hace imposible el cálculo económico.
El teorema de la imposibilidad del socialismo
Este es uno de los pilares de la Escuela Austriaca de Economía. El socialismo, al impedir por la fuerza el libre intercambio de bienes de capital, bloquea el sistema de precios. Y sin precios, no hay forma racional de asignar recursos. No se puede saber si tiene sentido producir algo o no. No se puede comparar entre alternativas. No se puede calcular.
Esa es la esencia del teorema de la imposibilidad del socialismo. No es una afirmación moral ni política. Es una conclusión lógica: sin mercado, no hay precios; sin precios, no hay cálculo; sin cálculo, no hay economía.
La historia como ejercicio empresarial
Curiosamente, la función empresarial no se limita al ámbito económico. También se aplica al análisis histórico. Un historiador, en esta visión, es alguien que mira al pasado con ojos de empresario. Reinterpreta los hechos, les da un peso relativo distinto, descubre causas ocultas. Y así, crea una nueva versión del pasado.
Del mismo modo que el empresario imagina futuros posibles, el historiador reelabora el pasado. Ambos utilizan la misma capacidad: percibir lo que otros no ven, conectar puntos dispersos, y generar nueva información.
El futuro pertenece a los perspicaces
La economía no es una máquina. Es un proceso vivo. Un fenómeno dinámico alimentado por la creatividad humana. El empresario no es un engranaje: es el motor.
Y ese motor está dentro de cada uno de nosotros. Se llama función empresarial. Y es, sin dudas, el recurso más escaso y valioso que existe.
El conocimiento empresarial: la fuerza invisible que hace avanzar a la civilización
No hay dos seres humanos iguales. Cada uno de nosotros vive experiencias únicas, interpreta la realidad desde su propia historia y reacciona de forma distinta a los mismos estímulos. En economía, esta verdad tan obvia como poderosa tiene implicancias revolucionarias: el conocimiento que usamos al actuar, especialmente en el ámbito empresarial, es privativo y disperso.
Esta es una de las claves más profundas de la escuela austríaca de economía. No existe un conocimiento central, absoluto, del cual podamos tirar como si fuera una enciclopedia universal. El conocimiento real, el que mueve al mundo, es tácito, dinámico, práctico. No vive en manuales, ni en planillas de Excel. Vive en las personas. Y cada persona lo posee de forma única.
El conocimiento privativo
“Privativo” no es una palabra casual. Significa que es exclusivo. Que no se puede compartir completamente ni replicar en otro. Es el tipo de conocimiento que nace de nuestras experiencias, de nuestras intuiciones, de nuestro día a día. Saber andar en bicicleta es un ejemplo perfecto: uno puede leer un manual, mirar videos, escuchar consejos. Pero hasta que no se sube y se cae unas cuantas veces, no lo incorpora. Y aunque después uno pueda enseñar a otro, ese conocimiento no se transfiere entero. Es personal.
En economía, este conocimiento se vuelve vital. Porque cuando un empresario actúa, lo hace en base a una visión del mundo que no tiene nadie más. Detecta una oportunidad, interpreta señales, reacciona frente a una necesidad. Y lo hace sin que necesariamente pueda explicar el proceso completo. Simplemente, lo “sabe”. Es un conocimiento implícito, aprendido en la calle, en el negocio, en la vida.
El conocimiento disperso
Además de ser privativo, el conocimiento empresarial está disperso. No hay una única mente que lo tenga todo. Está repartido entre millones de personas. Cada una con su pequeña parte. Y, sin embargo, esa suma desordenada y fragmentaria funciona como un todo sorprendentemente eficiente.
¿Cómo es posible que algo tan caótico genere orden? Es la magia del mercado. A través del sistema de precios, de la competencia, de la innovación constante, cada actor toma decisiones individuales que, sin querer, benefician al resto. Un empresario descubre algo nuevo. Otro lo copia, lo mejora o lo complementa. El resultado: todos accedemos a más bienes, más baratos y de mejor calidad. Sin que nadie lo haya planeado.
Esta coordinación espontánea es lo que Friedrich Hayek llamó “el orden espontáneo”. Y es lo que explica cómo sociedades enteras pueden prosperar sin necesidad de un plan central. Porque el conocimiento está en la gente, no en el gobierno.
El conocimiento tácito
Pero hay una tercera característica clave: este conocimiento no solo es privativo y disperso. También es tácito. No siempre puede expresarse con claridad. Uno sabe que algo funciona, pero no puede explicarlo del todo. Es como elegir un vestido “porque está de moda” o saber cuándo es el momento justo para lanzar un producto.
Este tipo de conocimiento no se enseña. Se adquiere. Se vive. Y por eso es tan poderoso. Porque no puede ser reemplazado por un algoritmo ni por una autoridad central. Solo puede emerger de la interacción libre de millones de decisiones individuales.
El mercado como proceso de descubrimiento
La economía de mercado es, en esencia, un proceso de descubrimiento. No es una máquina perfecta, sino un mecanismo adaptativo que evoluciona gracias a la creatividad empresarial. Cada acción empresarial genera nueva información. Cada innovación abre caminos impensados. Cada error corrige el rumbo.
Lo fascinante es que este proceso nunca se detiene. Es un big bang permanente de descubrimiento y coordinación. Y es gracias a eso que la civilización avanza.
En vez de ver la economía como un sistema cerrado que hay que controlar, deberíamos verla como una red viva de conocimiento práctico, siempre cambiante, imposible de centralizar.
El verdadero motor del progreso
No es el Estado. No son los burócratas. No es la planificación. El verdadero motor del progreso es el conocimiento empresarial que millones de personas aplican, todos los días, en contextos únicos, con recursos limitados, para resolver problemas concretos.
Y ese conocimiento no puede ser sustituido. Solo puede ser liberado.
Qué es realmente la preferencia temporal y por qué determina todo en economía
Imaginá a una persona caminando por un desierto. Tiene sed, mucha sed. Si le ofrecés un vaso de agua ahora, lo valora inmensamente. Si le ofrecés el mismo vaso de agua para dentro de una semana, probablemente lo rechace. Esa diferencia en valoración entre un bien presente y el mismo bien en el futuro se llama preferencia temporal.
Y es uno de los pilares invisibles que sostiene toda la estructura económica.
¿Qué es la preferencia temporal?
La preferencia temporal es la tendencia humana universal a preferir la satisfacción de necesidades antes que después. Todos, sin excepción, preferimos un bien disponible hoy que el mismo bien dentro de un año. Incluso si sabemos que el bien futuro será más grande o de mejor calidad, hay un límite en cuánto estamos dispuestos a esperar.
Este principio básico tiene consecuencias brutales en toda la economía: determina los tipos de interés, la estructura de producción, el capital disponible y hasta el nivel de civilización de una sociedad.
Cuanto menor es la preferencia temporal —es decir, cuanto más las personas están dispuestas a esperar para obtener más beneficios en el futuro—, mayor es la propensión al ahorro, mayor la acumulación de capital, y más avanzada es la estructura productiva.
El tipo de interés como fenómeno real
La consecuencia más directa de la preferencia temporal es la existencia del tipo de interés.
No es un fenómeno monetario ni un capricho del sistema financiero. Es una manifestación real del hecho de que valoramos más los bienes presentes que los bienes futuros. Si le prestás algo a alguien, le estás dando el uso presente de un bien que podrías haber consumido. Por eso, esperás una compensación: el interés.
Cuando alguien ahorra y presta dinero, renuncia al consumo presente. El interés es lo que equilibra esa renuncia. Es el precio del tiempo.
Esto también explica por qué el tipo de interés no puede ser cero de forma natural. Solo podría serlo si las personas valoraran exactamente igual el presente y el futuro, lo cual es imposible.
La estructura de producción y el tiempo
Toda producción lleva tiempo. Si quisiéramos más bienes de consumo instantáneo, deberíamos renunciar a procesos largos y sofisticados.
Pero si estamos dispuestos a esperar, podemos entrar en procesos más complejos que, aunque llevan más tiempo, permiten obtener una mayor cantidad y calidad de bienes.
Una sociedad con alta preferencia temporal (es decir, que valora mucho el consumo presente) tiende a tener una estructura de producción muy corta: pocos bienes de capital, poca inversión, mucho consumo inmediato. Vive al día.
En cambio, una sociedad con baja preferencia temporal está dispuesta a postergar el consumo. Eso permite procesos productivos largos, inversión en tecnología, acumulación de capital, y finalmente, mayores niveles de vida.
Capital: acumulación y consumo indirecto
El capital no es simplemente dinero o máquinas. Es una extensión del consumo indirecto. Ahorrar es consumir de manera diferida.
Cuando alguien decide no consumir una manzana hoy, y en su lugar planta un árbol de manzanas, está cambiando el consumo presente por una mayor capacidad de producción futura.
Ese árbol, una vez plantado y cuidado, le va a permitir acceder a muchas más manzanas a lo largo del tiempo. Esa es la esencia del capital: bienes que no se consumen ahora, sino que se utilizan para producir más en el futuro.
Cuanto más capital hay en una economía, más eficiente se vuelve el proceso productivo. Pero para acumular capital, primero hay que ahorrar, y para ahorrar, hace falta una baja preferencia temporal.
La falacia del crecimiento vía consumo
Durante años, se repitió una y otra vez que el consumo es el motor del crecimiento. Es un error fatal. Lo que realmente permite crecer es el ahorro.
El consumo agota. El ahorro construye.
Consumir está bien, pero solo se puede consumir si antes se produjo. Y para producir de forma sostenida, se necesita capital. Y para tener capital, se necesita ahorro. Y para ahorrar, hay que tener preferencia por el futuro.
Esta cadena es ineludible. Romperla conduce al estancamiento. Ignorarla es lo que explica por qué muchas economías no logran desarrollarse.
El rol esencial del tipo de interés en la coordinación
El tipo de interés no solo compensa por la espera. También coordina.
Cuando hay mucho ahorro disponible, el tipo de interés tiende a bajar. Eso indica que hay fondos para proyectos más largos. Es una señal que el sistema productivo interpreta para alargar la estructura de producción.
Cuando hay poco ahorro, el tipo de interés sube. Y eso indica que hay que acortar los procesos, concentrarse en bienes más inmediatos, porque la gente necesita consumir ya.
El tipo de interés, por lo tanto, es una señal vital. Distorsionarlo artificialmente, como hacen los bancos centrales al fijarlo por decreto, destruye esa señal y provoca malas inversiones, ciclos de auge y caída, y crisis.
El consumo, el ahorro y el crecimiento
El consumo es el fin. El ahorro es el medio.
Una economía que solo consume se agota. Una economía que ahorra, invierte y produce, puede consumir mucho más... pero más adelante.
Por eso, el crecimiento sostenible solo es posible si la preferencia temporal de las personas se reduce. Cuando una cultura valora el futuro y está dispuesta a sacrificar placeres inmediatos, construye más capital, invierte más, produce más y, finalmente, disfruta de mucho más consumo que antes.
¿Qué pasa cuando se manipula el tipo de interés?
Los bancos centrales, al intervenir en el mercado del crédito, alteran el tipo de interés natural. Esto rompe la señal que coordina ahorro e inversión.
Cuando bajan artificialmente el tipo de interés, hacen creer a los empresarios que hay más ahorro disponible del que realmente existe. Como resultado, se embarcan en proyectos de largo plazo que no pueden sostenerse. Se genera un auge artificial.
Pero como el ahorro real no acompaña, esos proyectos se revelan insostenibles. El ciclo revienta. Llega la recesión. Y todo por haber jugado con una señal vital: el precio del tiempo.
La preferencia temporal como indicador de civilización
No es exagerado decir que el nivel de desarrollo de una sociedad depende directamente de su preferencia temporal. Culturas que valoran el futuro, que fomentan el ahorro, que entienden el poder del capital, tienden a prosperar. Las que buscan gratificación inmediata, terminan empobrecidas.
La lucha por el progreso no es solo una cuestión técnica o tecnológica. Es, ante todo, una batalla cultural contra el cortoplacismo. Solo ganan los que saben esperar.
¿Puede la economía ser una ciencia como la física?
Lo que los economistas mainstream llaman “ciencia”... no lo es.
Porque la economía no es una rama de la física. No puede tratarse al ser humano como a una piedra. No se lo puede diseccionar, medir y predecir en un laboratorio como si fuera un ratón de prueba. Quien lo hace —y se sigue haciendo— comete un error que ha causado más daño a la humanidad que cualquier catástrofe natural. Se llama positivismo. Y está detrás de guerras, genocidios, crisis financieras y fracasos estatales por todo el mundo.
Dos mundos. Dos métodos. Una lucha
El núcleo del problema es epistemológico. Existen dos grandes tipos de ciencias:
Las ciencias naturales, como la física o la química, que estudian fenómenos inertes y repetibles.
Las ciencias sociales, como la economía, que estudian la acción humana.
Quienes ignoran esta diferencia imponen lo que se conoce como monismo metodológico: la idea errónea de que todas las ciencias deben usar el mismo método. Así es como la economía pasó a ser tratada como una especie de física social. Y así es como se creó el monstruo: la ingeniería social.
Pero entender al ser humano exige otra cosa. Exige comprender fines, medios, juicios de valor, decisiones en condiciones de incertidumbre. El ser humano no es un electrón. No reacciona, actúa. Y toda acción humana parte de un axioma incuestionable: el hombre actúa.
Desde ahí se construye la teoría. A partir de este hecho evidente —la acción humana— se elabora, mediante deducción lógica, toda la estructura de leyes económicas que explican el comportamiento del mercado, los precios, el dinero y el capital.
Este método se llama apriorístico y deductivo. No necesita experimentos. No depende de “lo que dice la data”. Parte de una verdad innegable y avanza con lógica implacable. Así funciona la ciencia económica. Y así debe entenderse.
La teoría viene antes. Siempre.
Para comprender los hechos del pasado necesitamos teoría. Sin ella, la historia es un caos de datos, sin sentido ni interpretación. Es como si un extraterrestre observara un supermercado sin saber qué es el dinero o qué significa intercambiar: vería movimiento, objetos, decisiones… pero no entendería nada.
Por eso no puede haber historia sin teoría. Pero sí puede haber teoría sin historia.
Y cuidado: esto no significa que la historia no sea útil. Lo es. No para “extraer” teoría, como creen los historicistas alemanes o los economistas positivistas, sino para orientar al teórico. La historia sirve para mostrar qué fenómenos merecen atención, qué patrones se repiten, qué problemas son urgentes. Pero nunca puede reemplazar al razonamiento lógico.
La economía, entonces, no se construye mirando la realidad. Se construye para interpretarla.
El positivismo es el cáncer de las ciencias sociales
El positivismo dice que una hipótesis solo es científica si puede falsarse. Es decir, si se puede comprobar empíricamente si es verdadera o falsa. Esto se llama el “criterio de falsabilidad”, y fue popularizado por Karl Popper.
¿El problema? Este criterio se autodestruye. Porque el propio criterio de falsabilidad no es falsable. No se puede comprobar empíricamente si es correcto. Entonces, según su propia lógica, no es científico.
Además, para poder contrastar una hipótesis con la realidad, ya necesito una teoría previa que me diga qué mirar y cómo interpretarlo. Sin teoría, la realidad es incomprensible. Lo dijo incluso el propio Popper (aunque tarde): “los hechos están cargados de teoría”.
Pero el positivismo fue más allá. No solo impuso su método en la economía. También legitimó a quienes creen que la sociedad puede manipularse como un sistema mecánico. A los ingenieros sociales. A los planificadores centrales. A los burócratas que creen saber más que millones de individuos actuando libremente.
Y así llegaron las consecuencias.
Guerras. Dictaduras. Genocidios.
El positivismo sembró el terreno perfecto para la planificación central. Para los estados omnipotentes. Para las ideologías que ven a los seres humanos como engranajes de una máquina. Y el resultado fue el más sangriento de la historia: el siglo XX.
Porque toda vez que se ignoró la naturaleza impredecible, libre y creativa del ser humano, se destruyó el proceso de cooperación social. Se sacrificó libertad en nombre de la eficiencia. Y se instaló la arrogancia de quienes creyeron que podían diseñar la sociedad como si fuera una fórmula matemática.
No se puede.
La economía es una ciencia humana
La ciencia económica es la más humana de todas. Porque parte del individuo. Del acto consciente. De la decisión con fines. Todo intento de reducirla a ecuaciones, modelos o simulaciones elimina su esencia. Y nos lleva al error. A la crisis. Al colapso.
La próxima vez que veas un gráfico complejo, lleno de curvas de oferta, funciones de producción o multiplicadores keynesianos, hacete esta pregunta:
¿Esto se puede reducir a una acción humana individual?
Si la respuesta es no, desconfía. Porque probablemente estés ante una pseudociencia, una estatística manipulada o un modelo sin conexión con la realidad.
No hay economía sin seres humanos. No hay teoría sin axiomas. Y no hay futuro si seguimos dejando que los ingenieros sociales destruyan el orden espontáneo de la sociedad.
El camino de salida no está en más ciencia... sino en la ciencia correcta.
Estadísticas, matemáticas y economía: por qué el “conocimiento científico” tradicional no sirve para entender el mercado
Vivimos en un mundo donde la información estadística y los modelos matemáticos se convirtieron en la autoridad suprema para entender la economía. “El PIB creció un 2%”, “la tasa de desempleo bajó” o “el modelo matemático predice tal resultado”. Sin embargo, poco se cuestiona la validez real de esos datos o de esas herramientas cuando se aplican al mundo complejo de las acciones humanas.
Estadísticas: un espejo roto del pasado
Las estadísticas, aunque parecen objetivas, son meros reflejos de hechos pasados. Por ejemplo, una encuesta que dice que el 65% de los españoles hacen el amor menos de dos veces por semana, puede ser una gran noticia para un noticiero sin nada que contar, pero ¿qué nos dice realmente? ¿Es información útil para el futuro? ¿O acaso condiciona el comportamiento de las personas? En realidad, las estadísticas son información de valor arqueológico, sobre fenómenos que ya sucedieron y que no se repetirán igual mañana.
Además, estas cifras rara vez capturan la esencia de los procesos económicos. Por ejemplo, el PIB contabiliza la producción de cemento o tractores, pero no la utilidad real ni el valor final que tienen esos productos para la sociedad. La Unión Soviética, a pesar de sus impresionantes números físicos de producción, era un país pobre porque esos bienes no se utilizaban efectivamente ni generaban prosperidad.
Matemáticas: el corsé que no encaja con la realidad humana
La matemática, fundamentalmente, es una herramienta desarrollada para estudiar la lógica y la física, ciencias donde el tiempo es constante o no existe en sentido humano. Pero la economía es otra cosa: acá el tiempo es subjetivo y la creatividad humana juega un rol central, algo que las matemáticas clásicas no pueden capturar.
Pretender modelar el comportamiento económico con cálculo diferencial o funciones matemáticas, es como querer medir la pasión humana con una regla. Por ejemplo, la famosa “derivada” no tiene sentido económico cuando las decisiones humanas son discretas y basadas en diferencias significativas, no en cambios infinitesimales. Quien modela la economía con matemática pura acaba cayendo en razonamientos circulares y absurdos funcionales que no reflejan la realidad.
La falacia de los modelos matemáticos y econométricos
La econometría, que combina estadística y matemáticas para “cientifizar” la economía, prometió revolucionar la comprensión social, pero fracasó estrepitosamente. Miles de recursos invertidos, modelos complejísimos que terminan siendo incapaces de predecir siquiera una crisis financiera con suficiente antelación.
Los bancos centrales basan sus decisiones en estas fórmulas, y los resultados son desastrosos, confirmando que la economía no puede ser reducida a un modelo matemático ni a una serie de estadísticas.
Racionalismo exagerado versus racionalismo humilde
El error de fondo es creer que la razón humana puede conocer y controlar todo, y diseñar el mundo desde arriba con modelos perfectos (racionalismo exagerado). Esta arrogancia alimenta ideologías totalitarias y políticas intervencionistas que destruyen los órdenes espontáneos y complejos que realmente sostienen la prosperidad.
En cambio, el racionalismo humilde reconoce los límites del conocimiento humano y entiende que la sociedad se organiza mediante procesos espontáneos, evolutivos, que no pueden ser diseñados o mejorados por decreto.
La economía es ciencia de la acción humana, no un modelo matemático ni una estadística
La economía debe estudiar los procesos dinámicos, subjetivos y creativos que surgen de la interacción libre de los individuos, no conformarse con datos pasados ni con fórmulas rígidas. La realidad humana es mucho más compleja que cualquier modelo matemático y más profunda que cualquier estadística.
Quien quiera entender verdaderamente la economía, debe partir de la acción humana, la subjetividad, el tiempo como experiencia, y aceptar la humildad del conocimiento.
Si quieren ver el resto de clases pueden hacerlo acá:
Mi resumen es hasta la clase “Lecciones de Economía - 11ª - 12/11/2009”