Desde 2005, Argentina entró en un espiral de decadencia irreversible. La economía se volvió rehén de un Estado depredador, la política se transformó en un negocio para castas parasitarias y la democracia quedó reducida a un simulacro que legitima la expoliación sistemática de los productores. Hoy, cada ciudadano que trabaja, invierte o ahorra lo hace bajo amenaza permanente del saqueo legalizado.
La Escuela Austríaca de Economía explicó hace décadas que la raíz del problema no está en una mala administración, sino en la propia lógica del Estado. Como señaló Mises, el intervencionismo no es un estadio intermedio, es una pendiente resbaladiza hacia el socialismo. Hayek mostró que el monopolio de la coerción produce siempre planificación central, el Estado no es un árbitro neutral, sino “una organización de expoliación sistemática” (cita original de Rothbard).
Hoppe planteo que si el Estado es ilegítimo, debe abolirse, y estoy de acuerdo con eso. Pero allí introduce una distinción crucial, el tránsito hacia una sociedad libre debería ser pacífico, fundado en la persuasión y en la secesión gradual. Su razonamiento es impecable en términos morales y praxeológicos. Sin embargo, en la práctica Argentina esa transición es imposible. Y acá radica mi discrepancia.
El axioma de no agresión (NAP) planteado por Murray Rothbard sostiene que nadie puede iniciar la violencia contra la persona o la propiedad de otro. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando el propio Estado es quien inicia, día tras día, esa agresión? El impuesto es robo (y violación del derecho de propiedad). La inflación es fraude (y violación del derecho de propiedad). La prisión por desobedecer normas arbitrarias es secuestro (y violación del derecho de autopropiedad). Cada acción del aparato político constituye una violación directa al NAP (y de los derechos naturales).
La objeción clásica es que responder con violencia equivale a “violar el NAP”. Pero esa visión es ingenua. Si alguien irrumpe en tu casa para robarte, el acto defensivo no es iniciar violencia, es represalia legítima. Defender la propiedad, incluso con fuerza letal, no es “matar”, es ejercer justicia natural. Por eso sostengo que quien viola tu derecho de propiedad habilita, automáticamente, a que su propio derecho de autopropiedad quede en suspenso.
La política en Argentina no es un error del sistema, es el sistema mismo. Democracia significa que un grupo organizado puede expoliar a la minoría productiva y llamarlo “voluntad popular”. Los políticos se turnan en la administración de botines, garantizando siempre su propia supervivencia. Esperar que esos mismos actores renuncien al poder es tan ridículo como esperar que un ladrón devuelva voluntariamente lo robado.
Por eso sostengo que en Argentina la única salida es colectiva y no pacífica. No porque uno desee la violencia, sino porque la violencia ya existe: está institucionalizada, disfrazada de legalidad. La verdadera elección no es entre violencia o paz, sino entre violencia unilateral del Estado o resistencia activa de la sociedad.
Aquí mi discrepancia con Hoppe se hace irreconciliable. Él propone la transición pacífica. Yo considero que, en la práctica argentina, la paz es imposible porque el agresor no la acepta. Nadie en el poder político votará su propia desaparición. Nadie renunciará a la renta infinita que da el monopolio de la coerción.
Entonces, ¿qué significa “violar el NAP” en Argentina? Significa entender que la única justicia posible pasa por desconocer la legitimidad del Estado y actuar en consecuencia. Significa no pedir permiso, porque el permiso nunca será otorgado. Significa resistir colectivamente la expoliación, incluso si eso implica quebrar la ficción del pacto democrático.
Argentina no necesita una nueva Constitución (sobre este tema cambie de opinión), ni un cambio de partidos, ni reformas tibias. Necesita el fin del Estado. Y ese fin no llegará por el voto ni por el consenso. Llegará cuando los productores dejen de reconocer como legítimo el derecho de los políticos a gobernar sus vidas y estén dispuestos a resistir activamente su agresión.
El liberalismo clásico creyó que la democracia podía ser un freno al absolutismo. En la práctica, se convirtió en el absolutismo de la mayoría. Hoy, lo verdaderamente radical es lo verdaderamente lógico, destruir la ficción democrática y recuperar el principio más antiguo del derecho natural, que ya conocían los escolásticos de Salamanca y que repitieron Locke y Bastiat, nadie tiene derecho a disponer de lo que no es suyo.
La salvación de Argentina no es un proceso evolutivo, sino revolucionario en el sentido más genuino. No es reforma, es abolición. Porque el Estado no cede, no negocia, no se retira, y eso Hoppe debería saberlo.