Empecemos con el ejemplo de Milton Friedman:
Para producir lápices se necesita madera. Para obtener madera, hacen falta motosierras. Para fabricar motosierras se necesita acero, cobre y combustible. Para producir acero, se requiere mineral de hierro y carbón. Para extraer el mineral, se necesitan mineros y equipos de minería.
Si seguimos la cadena completa (incluyendo todas sus ramificaciones) descubrimos que para producir un simple lápiz es necesario coordinar las acciones de millones de personas, formar a suficientes mineros para extraer el hierro que va a permitir fabricar el acero que luego va a servir para producir las motosierras que van a cortar la madera que, finalmente, se va a transformar en lápices.
Ese es el problema de la coordinación. Pensarlo lleva a una primera conclusión, la magnitud del problema es tal que parece imposible resolverlo. Si fuera necesaria una mente central que organizara cada paso, nuestra civilización moderna no podría existir.
Hay dos formas teóricas de resolverlo.
La primera es la coordinación centralizada: alguien en la cima decide qué debe hacer cada uno y dicta órdenes hacia abajo. Ese modelo puede funcionar para grupos muy pequeños, pero no escala.
Cuanto más grande sea el sistema, más imposible se vuelve para quien dirige saber qué está pasando, qué necesita cada persona y qué es lo mejor para todos. Además, al estar separado de quienes realmente producen, el planificador termina actuando según sus propios intereses. A escala de país, el resultado es desastroso, como demostró el colapso de la Unión Soviética.
La alternativa que sí funciona es la coordinación descentralizada, donde cada individuo resuelve una pequeña parte del problema utilizando su conocimiento local. Para que este sistema funcione, deben existir instituciones que alineen el interés individual con el bienestar general. Esas instituciones (como explicaron Mises y Hayek) son la propiedad privada, el sistema de precios y el intercambio voluntario.
En un mercado libre, quien produce algo debe pagar a sus trabajadores lo suficiente para atraerlos, pagar a sus proveedores precios que reflejen el costo de oportunidad de sus insumos, y vender sus productos a precios que los consumidores estén dispuestos a pagar.
Así, los costos y beneficios para otros individuos se incorporan a sus decisiones. Cuando el beneficio esperado supera el costo, el empresario obtiene ganancia, y cuando se equivoca, incurre en pérdida. Este mecanismo de beneficios y pérdidas coordina los planes dispersos de millones de personas sin necesidad de imposiciones centrales.
Lo anterior describe una economía donde toda producción y consumo es realizado por individuos. Pero en la realidad, la mayor parte de la producción está organizada por empresas, que son estructuras de planificación interna dentro del orden espontáneo del mercado. Como mostró el gran Hayek, el capitalismo es una gran red de coordinación descentralizada formada por miles de pequeñas jerarquías temporales.
La pregunta es: ¿cómo puede la coordinación descentralizada incorporar también a las empresas, y garantizar que sus decisiones reflejen los costos y beneficios para todos los afectados?
Al igual que un individuo, la empresa debe pagar precios por sus insumos (incluido el trabajo) y esos precios reflejan los costos que sus decisiones imponen a otros. También recibe ingresos por sus productos, que reflejan los beneficios que genera a sus clientes.
Pero, a diferencia del individuo, quienes toman las decisiones en la empresa (ejecutivos y directores) no son los propietarios del capital, sino sus agentes. Por eso, surge el interrogante: ¿qué deben maximizar para que el sistema de precios siga reflejando correctamente las valoraciones individuales?
Las decisiones de la empresa afectan a tres grupos: empleados, clientes y accionistas. Los efectos sobre los empleados se reflejan en los salarios; los efectos sobre los clientes, en los precios que están dispuestos a pagar.
Ninguno de estos reflejos es perfecto: cambiar de empleo o de marca implica costos hundidos, aprendizajes y adaptaciones que no se ajustan instantáneamente. Por eso, tanto el salario como el precio pueden subestimar los costos o beneficios reales en el corto plazo.
En cambio, los efectos sobre los accionistas (los verdaderos propietarios del capital) no se reflejan directamente en los costos ni en los ingresos de la empresa. Un accionista solo puede vender sus acciones al precio que otro inversor esté dispuesto a pagar, y ese precio ya incorpora las expectativas futuras sobre la empresa.
Si la firma empeora sus productos, los precios de venta bajan; si trata mal a sus empleados, deberá pagar más salarios. Pero si los directivos pagan sueldos excesivos a sí mismos o gestionan mal los recursos, el costo recae exclusivamente sobre los accionistas, sin afectar el ingreso inmediato de los ejecutivos.
Por eso, para que la coordinación del mercado funcione, los directivos deben tomar decisiones en interés de los accionistas. Solo así el sistema de precios podrá seguir transmitiendo información real sobre valoraciones, costos y oportunidades.
Reglas legales para alinear incentivos
¿Cómo puede el marco legal hacer que los ejecutivos actúen en interés de los accionistas?
Hay tres mecanismos principales:
1. La doctrina legal de la primacía del accionista.
En teoría, los ejecutivos son agentes de los accionistas, y estos pueden demandarlos si actúan de forma contraria a sus intereses (por ejemplo, pagándose sueldos injustificados).
Sin embargo, en la práctica, es difícil demostrar que una decisión no fue un intento genuino de maximizar el valor de la empresa, especialmente cuando ese valor depende del flujo futuro de beneficios, no solo de los resultados inmediatos.
2. El directorio elegido por los accionistas.
Los accionistas eligen al directorio, que puede contratar o despedir ejecutivos. Este mecanismo no requiere que los accionistas conozcan todos los detalles operativos, solo que perciban si los resultados no son satisfactorios y voten por un cambio de dirección.
Sin embargo, como mostró la teoría de la acción colectiva (y que Hayek también vio en la política), cuando la propiedad está muy dispersa, el incentivo individual para vigilar es mínimo: “lo que es de todos, no es de nadie”
La democracia accionaria funciona bien en empresas pequeñas o familiares, pero mucho menos en corporaciones con millones de accionistas dispersos.
3. La oferta pública de adquisición (takeover).
Un inversor con capital y conocimiento suficiente puede comprar una porción relevante de las acciones de una empresa mal gestionada, reemplazar al directorio y reestructurarla.
Si logra mejorar su rendimiento, el valor de las acciones sube y obtiene una ganancia al venderlas. Este proceso cumple la función de corregir errores empresariales y reorientar el capital hacia fines más valiosos, tal como muestra la Escuela Austríaca de Economía en su teoría del proceso de mercado.
El simple hecho de que los directivos sepan que una mala gestión puede conducir a una adquisición hostil y a su despido crea un incentivo poderoso para servir los intereses de los propietarios del capital. Es, en efecto, una regla de primacía del accionista con consecuencias reales.
Actualmente, las leyes dificultan las adquisiciones hostiles al exigir que los inversores revelen públicamente sus movimientos al aumentar su participación accionaria. Cuanto antes se haga visible una posible adquisición, menor será su rentabilidad, porque los accionistas van a esperar un precio mayor.
Reducir o eliminar estas trabas permitiría que los incentivos vuelvan a alinearse correctamente: los ejecutivos se verían obligados a actuar en interés de los accionistas, y con ello, el sistema de coordinación del mercado funcionaría con mayor eficacia.


