Uno de los errores más persistentes de la teoría económica convencional —ya sea bajo el ropaje keynesiano, monetarista o incluso de ciertas corrientes neoclásicas— consiste en la creencia de que la oferta monetaria debe crecer acompasadamente con el crecimiento real de la economía. Frente a este planteamiento, que no resiste un análisis riguroso, yo sostengo una posición radicalmente distinta: la cantidad de dinero existente en una economía es, en todo momento, óptima. No se requiere, ni se justifica, ninguna expansión adicional de la oferta monetaria.
Esta afirmación, que a primera vista puede parecer provocadora o incluso paradójica, se fundamenta en un análisis lógico y praxeológico de la función del dinero en el proceso de mercado.
El dinero, como bien económico, se caracteriza por ser un medio general de intercambio, cuya función esencial es facilitar el comercio indirecto y superar las ineficiencias propias del trueque, tales como el problema de la doble coincidencia de necesidades. Como ya explicó magistralmente Carl Menger, el dinero emerge evolutivamente en el mercado a partir de la selección de ciertos bienes que, por su mayor liquidez, son aceptados de forma generalizada como medio de pago.
Una vez que la sociedad ha alcanzado el estadio monetario, la función del dinero se limita estrictamente a ser el intermediario universal en los intercambios. El dinero no es un bien de consumo ni un bien de capital. Su valor no radica en su uso directo, sino exclusivamente en su capacidad de intercambio futuro. Su demanda, por tanto, es una demanda de saldos reales de caja, determinada por las preferencias subjetivas de los agentes económicos.
Ahora bien, la característica fundamental que distingue al dinero de todos los demás bienes es que su utilidad marginal no depende de la cantidad global disponible, sino de la cantidad de dinero que cada individuo mantiene en su poder, es decir, de sus saldos de tesorería. En este contexto, el sistema de precios relativos actúa de manera automática: cualquier variación en la cantidad de dinero provoca ajustes inmediatos en el poder adquisitivo de la unidad monetaria, según la conocida ley de la oferta y la demanda aplicada al mercado monetario.
Si la oferta monetaria aumenta, el poder adquisitivo de cada unidad monetaria disminuye, generando inflación de precios. Si, por el contrario, la oferta monetaria disminuye, el poder adquisitivo del dinero aumenta, produciéndose una deflación de precios. En ambos casos, el sistema se ajusta vía precios, sin que exista ningún motivo económico objetivo para que la autoridad monetaria manipule la cantidad de dinero disponible.
El argumento clave, que la teoría monetaria austriaca formula con rotunda claridad, es el siguiente: la función del dinero es puramente intermediadora, y la cantidad total de dinero disponible en la economía carece de relevancia práctica para el funcionamiento eficiente del mercado. Los precios relativos, que son la verdadera guía de la acción empresarial, permanecen inalterados por cualquier cambio proporcional en la cantidad de dinero.
Toda expansión monetaria, lejos de ser neutral, genera distorsiones reales. La creación exógena de dinero por parte de la autoridad monetaria altera los precios relativos, falsea la estructura productiva y desencadena los conocidos ciclos de auge y recesión descritos por la teoría austriaca del ciclo económico. Además, dicha expansión produce una transferencia de riqueza desde los receptores tardíos del nuevo dinero hacia los receptores iniciales, en un proceso que Ludwig von Mises describió como una forma de expropiación monetaria encubierta.
Por otro lado, el dinero fiat moderno —al carecer de valor de uso y consistir esencialmente en anotaciones contables electrónicas o en papel sin respaldo— no se consume ni se desgasta por el mero hecho de circular. A diferencia de los bienes de consumo o de capital, el dinero no se agota por el uso. No existe, por tanto, ninguna necesidad técnica de "reponer" o "ampliar" la oferta monetaria para compensar un supuesto desgaste físico.
En consecuencia, cualquier intento de alterar la cantidad de dinero en circulación constituye una manipulación arbitraria y antieconómica que sólo puede traer consecuencias negativas para el proceso coordinador del mercado.
La conclusión es definitiva y se deriva directamente del núcleo de la teoría monetaria austriaca: la cantidad de dinero existente en cada momento es la que el mercado ha determinado como suficiente. Toda expansión artificial de la oferta monetaria es innecesaria, ineficiente y perjudicial.
Quien pretenda lo contrario, o no comprende la teoría económica, o busca ocultar su propio interés en beneficiarse de los efectos redistributivos de la inflación.