Cuando muere una figura pública, la narrativa dominante suele ser blanda, ceremonial, políticamente correcta. Se repiten las mismas frases vacías: “hombre de paz”, “puente entre culturas”, “voz de los humildes”. Pero detrás de la imagen de Francisco como el “Papa bueno” hubo decisiones, gestos y silencios que pintan un cuadro muy distinto.
Bergoglio no fue neutral. No fue “sólo un religioso”. Fue un hombre profundamente político, con una visión del mundo clara, definida y peligrosa: colectivista, anti-individualista, y funcional al poder autoritario.
El problema no fue que se haya reunido con dictadores. Todo líder global lo hace. El problema es cómo se reunía con ellos. Cómo los trataba. Cómo elegía cuándo hablar, cuándo callar y a quién condenar. A Nicolás Maduro, un tirano responsable del colapso económico y la miseria de millones, lo llamó “hermano”. A Fidel Castro, símbolo del autoritarismo latinoamericano, le regaló libros. A los kirchneristas los abrazó. A Cristina, en particular, la trató con una calidez que nunca tuvo con las víctimas del sistema que ella ayudó a crear.
Y mientras tanto, cuando millones de venezolanos huían del hambre, cuando los cubanos salían a la calle a gritar “libertad” y eran silenciados a golpes, cuando los argentinos sufrían inflación, corrupción e inseguridad, el Papa miraba para otro lado. O, peor, hablaba de que el “capitalismo mata”, que hay que “repartir mejor”, que “el mercado no puede ser el dios”.
Sus discursos estaban impregnados de un mensaje colectivista disfrazado de compasión. Siempre del lado del “pueblo”, pero nunca del lado del individuo. Siempre hablando del amor, pero negando la libertad. Su visión del mundo no se basaba en la responsabilidad personal, ni en el mérito, ni en la autonomía del ser humano. Se basaba en el Estado como salvador, en la redistribución como justicia, y en una sospecha permanente hacia todo lo que huela a propiedad privada, éxito o ambición.
No es casualidad que Francisco haya sido el Papa favorito de los regímenes populistas. Porque su mensaje encajaba perfecto con el discurso de control: “el que tiene, debe dar”; “el que sufre, es víctima del sistema”; “la desigualdad es un problema moral”. Y no. La desigualdad no es inmoral. Lo inmoral es la pobreza causada por gobiernos que impiden crear riqueza. Lo inmoral es exprimir al que produce para sostener al que vive del otro. Lo inmoral es callar frente a los abusos del poder, sólo porque ese poder se dice “del pueblo”.
Y es importante dejar esto claro porque si no, la historia lo va a pintar como lo que no fue: un líder neutral, pacificador, conciliador. Francisco tomó partido, y no fue el de la libertad. Su pontificado fue una larga secuencia de gestos ideológicos, de silencios cómodos, y de complicidades encubiertas. No sólo con regímenes, sino con ideas profundamente contrarias a la dignidad del ser humano como individuo libre.
Se puede ser cristiano y defensor de la libertad. De hecho, muchos lo fueron a lo largo de la historia. Pero Francisco usó la fe como herramienta política. Y no para liberar, sino para someter. No para inspirar responsabilidad, sino para justificar dependencia.
Hoy murió el Papa. Y no, no todos lloran. Algunos —los que valoramos la verdad, la libertad, la propiedad y el mérito— sólo esperamos que la Iglesia, como institución, pueda recuperar su brújula moral. Que deje de jugar a la política de lo correcto. Que se anime, otra vez, a defender la libertad con convicción. Que vuelva a ponerse del lado de los que construyen, no de los que destruyen. Del lado de los que asumen su destino, no de los que lo entregan al Estado.
El legado de Francisco será recordado. Pero no como el de un líder valiente, ni como el de un defensor de la verdad. Sino como el de un hombre que eligió congraciarse con los opresores y disfrazar el autoritarismo con la retórica del amor.
Y eso, más que tristeza, deja una enseñanza. Una que no se aprende en los templos, sino en la historia:
La libertad no se defiende con palabras bonitas. Se defiende con coraje. Y con claridad moral.