Energía nuclear en Argentina: el fracaso del reactor Carem, una lección de 40 años
Por más de cuatro décadas, Argentina sostuvo un sueño nuclear que se desmorona entre documentos técnicos, errores de cálculo y millones de dólares evaporados. El reactor CAREM —impulsado con fervor por la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA)— es un caso paradigmático de cómo las buenas intenciones, sin evaluación técnica rigurosa, pueden derivar en proyectos ruinosos. Esta es la historia de una ilusión tecnológica convertida en laberinto burocrático y obstáculo presupuestario.
Para entender el fiasco del CAREM, hay que mirar hacia atrás. Mucho antes de que Alfonsín llegara al poder en 1984, ya existía un sueño: el proyecto Carena, cuya ambición era dotar a la Argentina de submarinos con propulsión nuclear.
Era la década del '70, y el país había firmado acuerdos con los astilleros Thyssen Nordseewerke, de Alemania Occidental. Se pensaba montar un astillero en Buenos Aires para construir submarinos diesel-eléctricos, con posibilidad de convertirlos en nucleares. Esa idea inicial, sin embargo, tropezó desde el comienzo con una mala decisión: copiar el diseño del reactor del Otto Hahn, un buque alemán de superficie de 1964, en lugar de adoptar un reactor PWR (Pressurized Water Reactor), el estándar confiable que ya usaban los Estados Unidos.
La conducción técnica y política del proyecto, encabezada por Castro Madero, no abandonó la idea. Aunque el proyecto parecía desactivado durante los gobiernos democráticos, Madero siguió operando como asesor dentro de la CNEA. El reactor para submarinos fue reciclado, casi literalmente: cambió apenas unas letras y pasó a llamarse CAREM. Ahora, bajo el discurso de la “innovación”, prometía abastecer pequeñas poblaciones aisladas.
Pero el reactor CAREM nació con defectos estructurales. Su diseño “integrado” —es decir, todos los componentes dentro de un único recipiente a presión— elevó la complejidad técnica y el costo. A diferencia de los PWR tradicionales, donde cada parte del sistema está separada y controlada con precisión, el CAREM concentra todos los riesgos en un solo punto. Su recipiente de presión, aunque diseñado para producir apenas 30 MW, es del tamaño de uno que produce 600 MW.
El sistema de control de barras de reactividad —hidráulico y sin pruebas reales— es tan complejo como ineficiente. A eso se suma que el reactor no puede determinar su potencia térmica de manera directa, lo que dificulta cualquier validación seria desde el punto de vista termohidráulico.
Durante casi 20 años, la instalación experimental construida para testear este sistema —la planta Capem— no logró ponerse en funcionamiento. Ni hablar de los generadores de vapor: ni siquiera se intentó validarlos.
En 1986, la Armada Argentina llegó a anunciar que en apenas dos años el país tendría su primer submarino nuclear. Fue un espejismo. El CAREM jamás fue apto para propulsión naval. Ningún submarino en el mundo usa este tipo de reactor. Lo que siguió fue una lenta pero constante hemorragia de recursos públicos, justificada bajo slogans como “reactor innovativo” o “inherentemente seguro”.
Hoy, más de 40 años después, el proyecto sigue acaparando recursos sin resultados concretos. No hay validación técnica completa. No hay proyección comercial clara. No hay estudio serio de costos. Y lo que es peor: todos los indicios apuntan a que nunca será competitivo frente a los reactores PWR convencionales ni frente a las energías renovables.
La CNEA, que supo destacarse por su ingeniería en reactores experimentales tipo pileta, fracasó estrepitosamente en el desarrollo de un reactor de potencia. El CAREM bloqueó por años la posibilidad de trabajar en diseños con probada eficacia, como los PWR. Todo porque se priorizó una visión política o institucional sobre criterios técnicos y de mercado.
El concepto de Small Modular Reactor (SMR), que se usó como excusa final, también quedó en evidencia: los costos reales están muy por encima de los prometidos, y su viabilidad comercial es, en el mejor de los casos, dudosa.
Un país como Argentina, con recursos escasos y una historia de crisis cíclicas, no puede darse el lujo de invertir décadas en proyectos mal diseñados. El CAREM es una advertencia escrita con tinta indeleble: sin rigurosidad técnica, sin accountability y sin visión estratégica, ni la energía nuclear —ni ningún otro plan de desarrollo— puede prosperar.
Es hora de aceptar el error, cerrar el ciclo y redirigir los esfuerzos hacia tecnologías que realmente puedan ofrecer soluciones. Porque las quimeras no iluminan pueblos. Sólo consumen presupuesto, tiempo... y esperanza.